CHRISTMAS ARE STRANGE

"Sí, me contradigo ¿y qué? Yo soy inmenso y contengo multitudes". 

Walt Whiltman.









Dibujos sobre cristal con marcadores de tiza realizados durante la última semana de Noviembre de 2020 en el Bar Docamar, 

LA JUNGLA INSIGNIFICANTE



Video-proceso de los dibujos a tiza realizados en Docamar

Cuando  tuve que pensar una obra en la que la idea de "selva" o "jardín" estuviera presente, empecé a reflexionar acerca de lo que estos dos conceptos significaban para mí. Sería más preciso hablar de "cómo estos conceptos se han ido conformando a través de mi propia experiencia", porque las ideas son algo que se transforma con el tiempo: están dotadas de cierta ductilidad que las hace moldeables a medida que son atravesadas por los acontecimientos en los que nos vemos involucrados.

Un "jardín" es sólo un vano intento de domesticación de la Naturaleza, de la "jungla primigenia" contra la que todas las civilizaciones culturalmente consideradas como tal han tenido que luchar en un intento desesperado por afianzar su propia supervivencia. En un jardín el riesgo de perder el juego se encuentra minimizado, pero no totalmente ausente, aún se esconden entre sus diseños y colores más o menos acomodados, desde el gran Versalles hasta el rincón zen más pequeño de Japón, las sombras de ciertos misterios que son capaces de encoger el corazón de un "hombre" cuando la luz desaparece entre sus ramas.

Lo que la selva y el jardín tienen de común es que son espacios donde un@ no puede escapar de la soledad: nos acercamos a ellos precisamente para encontrarla cara a cara, y tal vez, incluso darle la mano, enfrentándonos al doble invisible que desde el interior de uno mismo nos interroga acerca del sentido último de nuestra existencia, cuando todo lo demás: cultura, sociedad, leyes y educación, y en definitiva, todas aquellas disposiciones o reglas adquiridas y asumidas a lo largo de nuestra vida y cuya existencia regula las interacciones con "los otros", se desvanecen.

Es entonces cuando aflora el miedo a la "no pertenencia": al encontrarse un hombre durante la noche cerrada de un espacio salvaje, privado de cualquier presencia humana y de cualquier signo de su existencia, sin ninguna herramienta defensiva, ni vehículo que facilite la huida frente a un eventual incidente, ese hombre sabría que existe una brecha que lo separa y expulsa de la armonía de los ruidos y penumbras de los que se encuentra rodeado; qué esa escisión que se concreta en la consciencia del entorno que le rodea es el resultado de la aceptación de la insignificancia de su propia existencia.

Primeros bocetos. Lápiz sobre papel.
Primeros bocetos para "La Jungla Insignificante"

"Insignificante" se define como algo de escasa importancia o relevancia, o dicho de una cosa, pequeño, baladí o despreciable. Y es así como la selva, la jungla:"lo salvaje", nos encoge (y extiende) cuando nos abraza con su gélida llamada si aceptamos el terrible desafío en una cura de humildad.

Un ser "in-significante" es además, alguien o algo "que carece de significante". En lingüística, el significante es el elemento que junto con el significado, forma el signo lingüístico y que constituye su imagen acústica (digamos que el "significante" es al "significado" lo que el "continente" es al "contenido"). O de otra manera, un ser "in-significante", es un ser que "carece de nombre " (no se le puede llamar, siendo imposible establecer con él ninguna comunicación), y que no tiene "forma" (no se lo puede definir puesto que no conocemos aquello que lo acota y dota de significado): está en definitiva, privado de identidad, porque desconocemos su naturaleza. Un hombre rendido a lo salvaje ya no es un "hombre", es otra cosa, pero ¿qué cosa?...

Supongamos que nuestro "significante" de "hombre" (por poner una palabra) fuera una valla que acota un terreno donde hemos construido una casita con chimenea y donde hemos plantado algunos frutales y plantas ornamentales, y tal vez, donde algún perro dormite bajo la sombra de un almendro en las horas más calurosas del verano. Esa valla hecha de leyes y tabúes, y de algunas de las muchas religiones existentes o de las últimas corrientes ilustradas o existencialistas o de otro signo de las cuales seamos deudoras, por inercia o convicción; hecha de titulares de televisión y lecciones de geometría, de discursos totalitarios y canciones sobre el amor libre, de "National Geographic" y Calderón de la Barca, de Copérnico y Charles Manson, de Melrose Places y leyes de Newton, de Chernobyles y agencias de publicidad, ese muro, nos protege de un exterior donde se despliega, sugerente y amenazador, "lo salvaje". También, "los otros". "Los otros" también son "lo salvaje".

Un día "el hombre" acude a la llamada, o más bien "lo salvaje" penetra en él. Lo salvaje a veces, también es algo muy pequeño, casi invisible, algo que puede introducirse por cualquier mucosa o poro. La valla desaparece y todo lo que protegía queda al descubierto. Ya no le pertenece porque no puede guardarlo, no tiene nada que le ayude a encerrarlo. Pierde el control. "Lo salvaje" puede entrar: la maleza va conquistando terreno, nuevos animales ocupan las tierras, el perro tal vez haya huido, "los otros" comen sus frutos. Sin fronteras, la idea de "hombre" que el "hombre" ha construido ya no existe, y de repente, el "hombre" se encuentra observándose a sí mismo aterido por su "insignificancia".

Y es entonces cuando "el hombre" se siente sólo, porque todo a su alrededor se ha convertido en una amenaza. Porque ninguna de las maderas y alambres con las que construyó su valla ha podido mantener a salvo los cientos de años de experiencias recogidos en los libros que ha ido atesorando y con los que la mayor parte de las veces no ha hecho más que limpiarse el trasero o calzar mesas, en el mejor de los casos, sin tampoco darse cuenta, de que lo más importante de lo recogido en todos ellos, se puede también encontrar sin necesidad de conocer alfabeto alguno.

Ahora es cuando el "hombre" sin nombre, carente de significante, ha de tomar una determinación: tal vez la muralla que protegía la idea que tenía de sí mismo haya desaparecido permitiendo la entrada de todos los miedos que había conseguido mantener a raya, tal vez la soledad a la que se está viendo sometido le haga sentir perdido y nimio, prescindible. Sin embargo, ha de darse cuenta de que sin esa valla, también sucede que ahora puede transitar por caminos desconocidos que hasta este momento le habían sido vedados, y al irse alejando de cuanto había de cotidiano en su vida también aparece la posibilidad de dilatarse y ser otro para seguir siendo el mismo.

No ya convirtiéndose en un "salvaje" (ni siquiera en ese "buen salvaje" del que hablaba cierto filósofo) como parece ser el camino atisbado desde distintos pedestales de nuestro tiempo y dispuesto a emprenderse sin dilación; ni repitiendo por enésima vez el modelo de conquista, previa domesticación, "de" y "en" el espacio natural y moral, sino, tal vez, encontrando una manera de trascender esa idea cultural de "humanidad" en base a la experiencia individual frente al área intervenida. La idea de "hombre", como el deshielo en el Ártico, ya ha traspasado su punto de no retorno, ya no será más "el hombre", sino otra cosa. Y también habremos de ponerle un nombre.

Por eso hay hombres que, en lo más profundo de la jungla, de todas las selvas del mundo, todavía no entienden por qué quienes construyen las vallas que a veces vislumbran entre los árboles que poco a poco van perdiendo su espacio, siguen empeñados en seguir poniendo cercas, mientras se mueren, ellos también.

Bocetos coloreados para la "La Jungla Insignificante"

Sin embargo para mí, que sólo tengo vallas a tramos, tal vez por pereza más que por certezas, y una chimenea que a duras penas cumple su función a causa de una polilla gigante que decidió posarse en mi garganta llenándola de sedas, la única jungla que existe y en la que a pesar del aislamiento, jamás me he sentido huérfana, se encuentra entre las páginas de los libros que me han acompañado a lo largo de la vida y de cuyas historias me he alimentado como se nutren las almas de las cosas que no hablan.

Cuando en la infancia, como ahora, la soledad me acompañaba paseando por jardines convertidos en pequeñas junglas donde bajo cada seto o cada maceta suceden acontecimientos tan asombrosos como cruentas batallas entre hormigas y arañas, flotando sobre imponentes redes invisibles cual dioses ancestrales, encontré refugio en las selvas de Kipling y de Durrell, de London, Bourroughs o Salgari, y sus palabras, todavía hoy, me arropan como abrazos que nadie da. A través de sus páginas, mientras mis dedos recorrían sus líneas, conocí los nombres de las cosas y lugares que existen el mundo, sin levantarme de cierta silla de rafia marrón que cojeaba un poco y sobre la que alguna vez me quedé dormida, despertando sobresaltada por la tortícolis que aquella postura producía sobre mis vértebras.

Incluso en estos días, sin necesidad de paraísos artificiales algunos o de acompañantes impostados, me sumerjo cuando quiero entre las obras de tal o cual autor o autora, encontrándome a veces, sólo a veces, con esa voz sin nombre que es capaz de transportarme sin dificultad a lomos de un elefante indio o conducirme con seguridad entre los tallos de flores misteriosas, desalojando cualquier temor de las pupilas. Dejando atrás todos los "tú no vales", los "no puedes cambiar las cosas", los "nunca llegarás a ser nadie", los "quién te has creído qué eres", los "mírate en un espejo", los "la culpa la tienes tú", los "tú te lo has buscado", los "todo lo que dices son tonterías", los "siempre te estás quejando", los "lo que haces no da dinero" y los "tú no tienes nada", que conforman la más desagradable boscosidad de exigencias a las que un "hombre", y sobre todo, una "mujer", deben enfrentarse en algún momento de su insignificante existencia...

Si escribo, no es para dirigirme a doctores ni artistas, ni a políticos, obispos o mangantes (¡Oops! Perdón, quise decir magnates); Tampoco aspiro a alimentar los egos de algunos publicistas que desgranarán estas palabras, como otras tantas dispersadas por las redes, buitres hambrientos en su búsqueda infinita, esperando una recompensa que nunca llega. Allá ustedes con vuestras cuitas.

Te lo digo a mí, cuando ya no seas yo, para que nunca olvides que sigo aquí, enterneciéndome con el salto de cualquier gorrión sobre la mesa de una terraza llena de migas en una calurosa tarde de Mayo, o de cualquier otro mes, y que me siguen llevando los demonios cuando continuamente leo titulares como "800.000 muertos en el mundo por coronavirus y tal y tal", como si se estuviera hablando de morcillas y no de seres humanos, como tú o como yo, de momento y todavía, insignificantes tal vez, excepto para aquellos por los que fuimos amados, si es que tuvimos la suerte de haberlo sido alguna vez. Para que sepas que los nombres siguen siendo importantes, y las palabras que no se dicen, también.



SIEMPRE NOS QUEDARÁ MALASAÑA

Las luces de las calles que nos ven envejecer aún siguen encendidas y los búhos y los gatos que nos observan desde las farolas donde una vez nos apoyamos, responden al silencio de las conversaciones que nunca sostuvimos resonando a gritos desde el fondo de los vasos que derramamos más que de los que absorbimos.

Bajo esas luces, y sentados sobre el asfalto, soñábamos que algún día levantaríamos el vuelo, nuestras almas tan intactas como el resplandor de las gotas de lluvia al atravesarlas, incluso cuando no llovía. 

Así nos fuimos preparando para tantas despedidas que, como cualquier encuentro, de tan inesperadas y fortuitas parecen ni siquiera haber acontecido: increíble incertidumbre de seguir caminando inmóviles mientras aún estamos vivos.