Video-proceso de los dibujos a tiza realizados en Docamar
Cuando tuve que pensar una obra en la que la idea de
"selva" o "jardín" estuviera presente, empecé a
reflexionar acerca de lo que estos dos conceptos significaban para
mí. Sería más preciso hablar de "cómo estos conceptos se han ido conformando a través de mi propia experiencia", porque las ideas son algo
que se transforma con el tiempo: están dotadas de cierta ductilidad
que las hace moldeables a medida que son atravesadas por los
acontecimientos en los que nos vemos involucrados.
Un
"jardín" es sólo un vano intento de domesticación de la
Naturaleza, de la "jungla primigenia" contra la que todas
las civilizaciones culturalmente consideradas como tal han tenido que
luchar en un intento desesperado por afianzar su propia supervivencia. En un jardín el riesgo de perder el juego se
encuentra minimizado, pero no totalmente ausente, aún se esconden
entre sus diseños y colores más o menos acomodados, desde el gran
Versalles hasta el rincón zen más pequeño de Japón, las sombras
de ciertos misterios que son capaces de encoger el corazón de un
"hombre" cuando la luz desaparece entre sus ramas.
Lo
que la selva y el jardín tienen de común es que son espacios donde
un@ no puede escapar de la soledad: nos acercamos a ellos
precisamente para encontrarla cara a cara, y tal vez, incluso
darle la mano, enfrentándonos al doble invisible que desde el
interior de uno mismo nos interroga acerca del sentido último de
nuestra existencia, cuando todo lo demás: cultura, sociedad, leyes y
educación, y en definitiva, todas aquellas disposiciones o reglas
adquiridas y asumidas a lo largo de nuestra vida y cuya existencia
regula las interacciones con "los otros", se desvanecen.
Es
entonces cuando aflora el miedo a la "no pertenencia": al encontrarse un hombre durante la noche cerrada de un espacio
salvaje, privado de cualquier presencia humana y de cualquier signo de
su existencia, sin ninguna herramienta defensiva, ni vehículo que
facilite la huida frente a un eventual incidente, ese hombre sabría
que existe una brecha que lo separa y expulsa de la armonía de los
ruidos y penumbras de los que se encuentra rodeado; qué esa escisión
que se concreta en la consciencia del entorno que le rodea es el
resultado de la aceptación de la insignificancia de su propia
existencia.
Primeros bocetos para "La Jungla Insignificante" |
"Insignificante"
se define como algo de escasa importancia o relevancia, o dicho de
una cosa, pequeño, baladí o despreciable. Y es así como la selva,
la jungla:"lo salvaje", nos encoge (y extiende)
cuando nos abraza con su gélida llamada si aceptamos el terrible
desafío en una cura de humildad.
Un
ser "in-significante" es además, alguien o algo "que
carece de significante". En lingüística, el significante es
el elemento que junto con el significado, forma el signo lingüístico
y que constituye su imagen acústica (digamos que el "significante"
es al "significado" lo que el "continente" es al
"contenido"). O de otra manera, un ser "in-significante",
es un ser que "carece de nombre
" (no se le puede llamar, siendo imposible establecer con él ninguna comunicación), y que no tiene "forma" (no
se lo puede definir puesto que no conocemos aquello que lo acota y
dota de significado): está en definitiva, privado de identidad,
porque desconocemos su naturaleza. Un hombre rendido a lo
salvaje ya no es un "hombre", es otra cosa, pero ¿qué
cosa?...
Supongamos
que nuestro "significante" de "hombre" (por poner
una palabra) fuera una valla que acota un terreno donde hemos
construido una casita con chimenea y donde hemos plantado algunos
frutales y plantas ornamentales, y tal vez, donde algún perro
dormite bajo la sombra de un almendro en las horas más calurosas del
verano. Esa valla hecha de leyes y tabúes, y de algunas de las muchas
religiones existentes o de las últimas corrientes ilustradas o existencialistas o de otro signo de las cuales seamos
deudoras, por inercia o convicción; hecha de titulares de televisión
y lecciones de geometría, de discursos totalitarios y canciones
sobre el amor libre, de "National Geographic" y Calderón
de la Barca, de Copérnico y Charles Manson, de Melrose Places y leyes de Newton, de Chernobyles y agencias de publicidad, ese muro, nos
protege de un exterior donde se despliega, sugerente y amenazador,
"lo salvaje". También, "los otros". "Los
otros" también son "lo salvaje".
Un
día "el hombre" acude a la llamada, o más bien "lo
salvaje" penetra en él. Lo salvaje a veces, también es algo
muy pequeño, casi invisible, algo que puede introducirse por
cualquier mucosa o poro. La valla desaparece y todo lo que protegía
queda al descubierto. Ya no le pertenece porque no puede guardarlo,
no tiene nada que le ayude a encerrarlo. Pierde el control. "Lo
salvaje" puede entrar: la maleza va conquistando terreno, nuevos
animales ocupan las tierras, el perro tal vez haya huido, "los
otros" comen sus frutos. Sin fronteras, la idea de "hombre"
que el "hombre" ha construido ya no existe, y de repente,
el "hombre" se encuentra observándose a sí mismo aterido
por su "insignificancia".
Y
es entonces cuando "el hombre" se siente sólo, porque todo
a su alrededor se ha convertido en una amenaza. Porque ninguna de las
maderas y alambres con las que construyó su valla ha podido mantener
a salvo los cientos de años de experiencias recogidos en los libros
que ha ido atesorando y con los que la mayor parte de las veces no ha
hecho más que limpiarse el trasero o calzar mesas, en el mejor de
los casos, sin tampoco darse cuenta, de que lo más importante de lo
recogido en todos ellos, se puede también encontrar sin necesidad de
conocer alfabeto alguno.
Ahora
es cuando el "hombre" sin nombre, carente de significante,
ha de tomar una determinación: tal vez la muralla que protegía la
idea que tenía de sí mismo haya desaparecido permitiendo la entrada
de todos los miedos que había conseguido mantener a raya, tal vez la
soledad a la que se está viendo sometido le haga sentir perdido y
nimio, prescindible. Sin embargo, ha de darse cuenta de que sin esa
valla, también sucede que ahora puede transitar por caminos
desconocidos que hasta este momento le habían sido vedados, y al
irse alejando de cuanto había de cotidiano en su vida también
aparece la posibilidad de dilatarse y ser otro para seguir siendo el
mismo.
No
ya convirtiéndose en un "salvaje" (ni siquiera en ese "buen
salvaje" del que hablaba cierto filósofo) como parece ser el
camino atisbado desde distintos
pedestales de nuestro tiempo y dispuesto a emprenderse sin dilación; ni repitiendo por enésima vez el modelo de conquista, previa
domesticación, "de" y "en" el espacio natural y moral, sino, tal vez, encontrando una
manera de trascender esa idea cultural de "humanidad" en
base a la experiencia individual frente al área intervenida. La
idea de "hombre", como el deshielo en el Ártico, ya ha
traspasado su punto de no retorno, ya no será más "el hombre",
sino otra cosa. Y también habremos de ponerle un nombre.
Por
eso hay hombres que, en lo más profundo de la jungla, de todas las
selvas del mundo, todavía no entienden por qué quienes construyen
las vallas que a veces vislumbran entre los árboles que poco a poco
van perdiendo su espacio, siguen empeñados en seguir poniendo
cercas, mientras se mueren, ellos también.
Bocetos coloreados para la "La Jungla Insignificante" |
Sin embargo para mí, que sólo tengo vallas a tramos, tal vez por pereza más que por certezas, y una chimenea que a duras penas cumple su función a causa de una polilla gigante que decidió posarse en mi garganta llenándola de sedas, la única jungla que existe y en la que a pesar del aislamiento, jamás me he sentido huérfana, se encuentra entre las páginas de los libros que me han acompañado a lo largo de la vida y de cuyas historias me he alimentado como se nutren las almas de las cosas que no hablan.
Cuando
en la infancia, como ahora, la soledad me acompañaba paseando por
jardines convertidos en pequeñas junglas donde bajo cada seto o cada maceta suceden acontecimientos tan asombrosos como cruentas batallas
entre hormigas y arañas, flotando sobre imponentes redes invisibles
cual dioses ancestrales, encontré refugio en las selvas de Kipling
y de Durrell, de London, Bourroughs o Salgari, y sus palabras,
todavía hoy, me arropan como abrazos que nadie da. A través de sus
páginas, mientras mis dedos recorrían sus líneas, conocí los
nombres de las cosas y lugares que existen el mundo, sin levantarme
de cierta silla de rafia marrón que cojeaba un poco y sobre la que
alguna vez me quedé dormida, despertando sobresaltada por la
tortícolis que aquella postura producía sobre mis vértebras.
Incluso
en estos días, sin necesidad de paraísos artificiales algunos o de
acompañantes impostados, me sumerjo cuando quiero entre las obras de
tal o cual autor o autora, encontrándome a veces, sólo a veces, con
esa voz sin nombre que es capaz de transportarme sin dificultad a
lomos de un elefante indio o conducirme con seguridad entre los
tallos de flores misteriosas, desalojando cualquier temor de las
pupilas. Dejando atrás todos los "tú no vales", los "no
puedes cambiar las cosas", los "nunca llegarás a ser
nadie", los "quién te has creído qué eres", los
"mírate en un espejo", los "la culpa la tienes tú",
los "tú te lo has buscado", los "todo lo que dices
son tonterías", los "siempre te estás quejando", los
"lo que haces no da dinero" y los "tú no tienes
nada", que conforman la más desagradable boscosidad de
exigencias a las que un "hombre", y sobre todo, una
"mujer", deben enfrentarse en algún momento de su
insignificante existencia...
Si
escribo, no es para dirigirme a doctores ni artistas, ni a políticos,
obispos o mangantes (¡Oops! Perdón, quise decir magnates); Tampoco
aspiro a alimentar los egos de algunos publicistas que desgranarán
estas palabras, como otras tantas dispersadas por las redes, buitres
hambrientos en su búsqueda infinita, esperando una recompensa que
nunca llega. Allá ustedes con vuestras cuitas.
Te lo digo a mí, cuando ya no seas yo, para que nunca olvides que sigo aquí, enterneciéndome con el salto de cualquier gorrión sobre la mesa de una terraza llena de migas en una calurosa tarde de Mayo, o de cualquier otro mes, y que me siguen llevando los demonios cuando continuamente leo titulares como "800.000 muertos en el mundo por coronavirus y tal y tal", como si se estuviera hablando de morcillas y no de seres humanos, como tú o como yo, de momento y todavía, insignificantes tal vez, excepto para aquellos por los que fuimos amados, si es que tuvimos la suerte de haberlo sido alguna vez. Para que sepas que los nombres siguen siendo importantes, y las palabras que no se dicen, también.